Cómo lo hago...


Su madre dormía con un sueño tranquilo en la cama que tenía justo al lado de la de ella. Era casi media noche, una luz tenue entraba por la ventana, que alumbraba el rostro de la hija, la ventana estaba ligeramente abierta a la noche, una mariposa nocturna se golpeaba contra el cristal, queriendo lograr un objetivo; entrar a la habitación o matarse. Ella la observó por un momento, sin encontrar respuesta a la energía que ponía dicho insecto que se había lanzado a una lucha totalmente desigual con una fuerza e ímpetu que nunca vio en un ser humano, contra el origen de su inquietud. Recordó casi al instante que los poetas narraban que la luz le atraía, otros que era todo lo contrario, detestaban la claridad.

Una brisa leve entro por la ventana, lo que la trajo en sí, luego de su atención frenética en la mariposa nocturna.

La cautela que aprendió a tener en casi todas sus actividades, le llevo a no separarse de su madre, lo que le obligo a vivir con ella en un Condominio.

- La seguridad es primero – siempre lo decía como una sentencia, a quien se acercaba a ella, convirtiéndose en una “experta” de la desconfianza.

Bajó la vista. Empezó a sentir un escalofrío primero en su estómago que termino en su columna. Hizo una investigación con su mirada por todo el cuarto, como queriendo encontrar alguna respuesta. Se paró y con la agilidad de un felino, para no despertar a su madre, se dirigió al ropero, abrió la puerta, sujetándola para que no hiciera el acostumbrado chillido. Poseía un revólver Magnum 357 de caño corto, que le dejo como única herencia su padre. - ¡Esto te protegerá! – le dijo en el lecho de su muerte. Un cáncer termino con la vida del hombre. Ella nunca pudo entender los negocios que tenía él con sus alumnos de la Universidad. Los porcentajes de las ganancias se repartían los domingos y esa rutina era casi de toda la vida. Eso recordaba cuando sacaba la Magnum y la empuñaba.

- No me gusta vivir así – dijo en voz alta. Reponiendo su ira, pensando en su madre que dormía a un metro de ella.

Se agarró la cabeza con las manos. Abrió la boca, sintió un poco de dolor. El Dentista le sugirió dos extracciones para solucionar la molestia. Pensó que los años pasaban y la solución no llegaba.

- No puedes hacer nada – le decía el director del periódico donde trabajaba.

- El tener especialidad en temas jurídicos o judiciales no te da derecho de pensar así – siempre le repetía Esteban, su jefe.

Se quedó mirando un buen rato la Magnum, estaba bastante segura de lo que quería hacer.

- ¿Cómo? – Se preguntó – poniendo el arma en su bolsillo.
Volvió sigilosa a la silla de noche donde tenía a mano papel y lápiz, empezó a escribir. Casi al instante comprendió que sería casi imposible que lo entendieran.

Decidió que necesitaba un vaso de agua. Se puso de pie y se dirigió a la cocina, sin hacer ningún ruido para no despertar a su madre. Había un vaso limpio cerca del microondas. Ella lo lleno de agua del grifo, sus pensamientos estaban en cómo lo tomaría José Enrique, y no se dio cuenta que no tenía que beber agua sin hervirla primero. Hizo algunos gestos, el sabor le pareció algo nuevo y termino. Caviló que era una de las ventajas de vivir en un país que no está todavía totalmente contaminado.

Un sentimiento de temor que nunca tuvo le empezó a invadir. Un segundo escalofrío recorrió su columna terminando en su cuello, obligándole a mover de izquierda a derecha con alguna presión que aprendió en el gimnasio; movimientos lentos pero con precisión. Paró. Sintió algo de mareo por el movimiento, parpadeó unos segundos, no despego su mirada del cuadro viejo de la última cena de Da Vinci, que estaba colgado justo al frente de ella, como si hubiera encontrado lo que estaba buscando.

- Necesito una señal – dijo, sin despegar su atención de las figuras casi borrosas de la pintura.

Inclinó el cuerpo hacia atrás levantando las manos. Eso no le gustaba exactamente, al contrario le ponía inquieta. Metió su mano al bolsillo donde estaba su “amiguita”, la acaricio, como se acaricia a una mascota.

Volvió a toda prisa a la habitación que compartía con la mujer mayor. Se paró como centinela en la orilla izquierda de la cama. Su mirada se centró en las facciones que hacia al dormir, le parecían nuevas. No era tanto la enfermedad como la vejes que se encargó de hacer estragos en ella. La piel quemada por el sol, marcaba las arrugas demostrando su presencia a través de los años. En otro tiempo, su madre siempre estaba pendiente de lo que le preocupa a su hija, esa pasión nació desde la secundaria, cuando murió su compañero dejándolas a las dos con una infinidad de deudas, y nada de ahorros en los bancos.

El aleteo de la Mariposa Nocturna sobre la luz de la lámpara de noche la interrumpió, su vuelo alrededor de la luz era de conquista y al mismo tiempo de lucha, los golpes que se daba contra su inquietud parecía una pelea desigual, hasta que uno de los movimientos bruscos que hizo la desvió justo a la ventana que fue su impedimento. Se chocó con el vidrió y luego de un instante salió por donde le costó el ingreso.

Volvió a meter su mano al bolsillo para tocar el revólver. Le daba seguridad. La empuño. Miró en torno así por un momento, deseando que en ella hubiera objetos más prácticos a parte de la pistola que estaba en su mano derecha.

Se acercó para sentir su respiración. – Está dormida – caviló. Alzó la almohada que estaba al lado de la cabeza de su madre con su mano libre, la puso en la cara de su mamá y disparo. – Lo siento – dijo susurrando, queriendo justificar lo que hizo – Pero yo también tengo cáncer. Igual moriremos las dos – manifestó mascando las palabras, y llevo el arma a su boca y apretó el gatillo, sin pensar en la enfermedad de su madre, sino en la de ella.


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